Todos los años sentía la misma sensación de plenitud cuando llegaba.
Primero, la playa de Ondarreta, después a lo alto: el Igeldo.
El monte encantado con su frondosidad verde y tupida, la imposible inclinación de su tren-cremallera; la humedad de los musgos y los helechos, el color de las hortensias, todos acompañaban el mágico trayecto que conducía a los niños a su parque de atracciones.
Luego, enseguida, como se abre un abanico: La Concha, nunca supo bien si la luz que la envolvía era real, desprendía un halo luminoso que se filtraba por las oquedades de su inmaculada barandilla dando un auténtico aspecto de espejismo.
Tras la playa, el puerto, ese puerto donde de niña admiraba los barquitos de colores y se sorprendía de la fuerza de los marineros, con sus cajas repletas de sardinas, su incesante trasiego empapado en el olor del Cantábrico.
Ese olor, también se colaba por las oscuras callejas del casco viejo, la Plaza de la Constitución, vías en cuadrículas llenas de vida y bullicio del gentío...
De un espacio podía saltar a otro en segundos: del bullicio del pintxo, a la salinidad del puerto, de la alegría de los niños en el tiovivo del Alderdi Eder al paseo que rememora las sensaciones sublimes de Muerte en Venecia, viendo morir el dia en la playa de la Concha...
Cada visita, cada año, ese lugar le arrastraba con una fuerza inexplicable, como si fuera una parte intrinseca e intrasferible de ella, como si su organismo lo necesitase para seguir viviendo otros trescientos sesenta y cinco días lejos de allí.
Como si tuviera una cuenta pendiente y sintiera la irremediable necesidad de volver para saldarla y morar alli eternamente.
Sí, seguramente sería eso, ese sería su último puerto, donde quería morir, abrazada a el espíritu de aquel marinero imposible a quién tanto amó. Seguramente alli, si podrían vivir lo que el mundo real les robó, solo en el espejismo de Donosti; eternamente acunados, por Amari desde su morada de Aizkorri en el mecer del abrazo de la bahia de la Concha.
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